El día después

Salgo de mi casa en el Raval por primera vez después del atentado en las Ramblas. Voy a trabajar caminando como cualquier día de la semana. Imposible no impactarse con este paisaje raro, cambiado. A mi, particularmente, una de las cosas que me asombra de Barcelona es la buena energía. Es una ciudad que se ríe constantemente, más en verano. En mi trayecto, trato de distinguir las cosas usuales de las que no lo son. Actualmente, Barcelona en el turismo europeo es la chica popular y carismática de la secundaria: se destaca, todos quieren ir con ella, genera amor y odio por igual, pero nunca pasa desapercibida.
Mi recorrido de hoy es más pausado que lo habitual. El primer dato que me sorprende es la disponibilidad de bicicletas públicas. Esta mañana estaban todas cuando usualmente no hay ninguna, siempre ocupadas. Están todos metidos adentro, pienso. Las primeras personas que cruzo me miran a los ojos y agachan la cabeza inmediatamente, como diciendo “lo siento”. Se nota el dolor. Sigo observando lo que pasa en frente mío, casi nada es igual que ayer. Generalmente, trato de cambiar de recorrido para no aburrirme y ver cosas nuevas. Los que han estado en Barcelona saben que no la terminas de conocer nunca. La Rambla siempre es una posibilidad para llegar a mi trabajo que trato de evitar por la gran cantidad de gente que circula. Hoy, por supuesto, también la esquivo. Me llama la atención, en un mundo super mega whatsappeado, la vuelta a 20 años atrás: la mayoría habla por teléfono en la calle en lugar de escribir mensajes. Hace falta escucharse. Reconozco algunos idiomas, todos diferentes: italiano, catalán, francés y mucho mucho inglés. Es que esta ciudad ya no tiene una lengua natural, es una ciudad del mundo. El gesto es claro: “No se preocupen que estamos bien”. Ayer no paró de sonar el teléfono de mi casa que nunca suena. Gente desesperada que erróneamente discaba nuestro número desde cualquier parte del planeta intentando comunicarse con sus allegados a la espera de buenas noticias que no llegaban.

Me encuentro en mi camino con otros peatones que con evidente emoción, siguen describiendo lo que pasó, muchos ademanes y algo de melancolía. Los chicos que siempre juegan a la pelota en la vereda, hoy no están. Ya estoy más cerca de mi trabajo. Reconocer turistas es de las primeras cosas que te enseña Barcelona. Hoy actúan diferente. Familias enteras, papá, mamá, hijos -todos de la mano (hay miedo)- y con un patrón en común: llevan sus valijas encima; se están yendo (hay miedo). El clima de un viernes a las 9 de la mañana es el del domingo a las 3 de la tarde en un pueblo cualquiera. No de esta ciudad, que no frena nunca. Sigo mi camino y se escucha una sirena. La misma que nos aturdió a todos los que estuvimos acá las últimas 17 horas y que nos complicó el sueño. La gente se impresiona, frunce el ceño, conversa, y se pregunta si esa alarma tiene que ver con lo que parece no terminar nunca. La sensación es de no saber qué puede pasar, de desconocer cómo sigue esto. Ya en mi trabajo me doy cuenta definitivamente lo distinta que la encontré a Barcelona esta mañana. Hoy no se ríe como siempre. Y se nota bastante.

Comentarios

Entradas populares