Lazos inesperados

Y un día encontramos casa donde vivir. Cómoda, bien ubicada y económica -en ese orden-, las prioridades a la hora de buscarla. Previo a tomar la decisión de que ése sería el lugar en el cual pasaríamos uno, dos o vaya a saber cuántos meses de nuestras vidas, alguien nos mostró a modo de visita guiada el espacio que luego alquilaríamos…

Salvatore es un inmigrante de Italia. A pesar de ser joven -apenas tiene una década más que nosotros- su actitud ante la vida es extraña. Por un lado, muestra aprecio por todo lo que tiene, vive la vida a pleno, es positivo, optimista, divertido, y solidario: continuamente nos brinda ideas de trabajo, en las cuales él también participaría, sólo para que salgamos adelante nosotros. Por otro, parece avanzar su partida con vicios que no le hacen nada bien. No estoy en contra de que alguien fume un porro o tome una cerveza, no, lo que no me parece bien es que se haga en exceso. Me opongo a quien hace algo en exceso, cualquier cosa, ya sea jugar por dinero, tener sexo, leer o comer caramelos. Pierde gracia, todo pierde gracia cuando se hace compulsivamente. Los placeres son placeres porque tienen límites. Volviendo al “Tano Pasta”, como le colocamos de apodo cuando lo conocimos, es un tipo querible. Tiene una maravillosa familia que se refleja en sus ojos cuando observa a cualquiera de sus dos críos, lo cual descoloca aún más mi interpretación sobre su actitud ante la vida. Muy rubia, princesa y orgullosa, Yara –Iara para nosotros- tiene cinco, juega a la pelota con una derecha que me hubiese gustado tener a su edad. Le gusta la pantera rosa, sólo porque es rosa. Le faltan dos dientes, los que más se ven. Su sonrisa sin paletas es su actual medio de comunicación. Es que recién llegada a México, esta tanita está en problemas porque no sabe español y pronto tiene que comenzar el colegio. Todo el italiano que aprendió en su primer lustro de vida no puede aplicarlo en el momento en que podría comenzar a sociabilizarse, a aprender y aprehender contenidos que sencillamente le quedarán para siempre. Cuando la vi por primera vez, le pregunté si quería ser mi amiga, y me respondió con una franca sonrisa, para mí, mucho más significativa que un sí o un no. Vueltas de la vida, ahora va a la escuela de español a la casa de arriba de su casa, la última del edificio, la que viven dos chicos argentinos, y aprende el abecedario con la compu en la cual se están escribiendo estas líneas. Compu desde donde sale la voz de un hombre que dice: uno, dos, tres, cuatro…, para enseñarle a contar. El “trabajo” de “maestro” me sienta bien, aunque juro que nunca me lo hubiese imaginado. Pero es así, es lo que se dio, y disfruto de ello. Comillas para “trabajar” porque “trabajar es otra cooosa”, si tengo en cuenta que lo haría orgullosamente gratis, y si reconozco que pocas cosas me han renovado tanto cada día como esta actividad inesperada, inédita, informal, y por supuesto, indescifrable de sus resultados. Su hermano tiene dos años y es en quien deposita su orgullo materializados en celos. Samuel es lo contrario a ella: todo lo que se ve cuando se ríe son sus dos dientes de leche, en medio de una cara rechoncha y redonda, entre cabello rubio y ojos azules. Llorar es su hobbie, nochero el hombre, lo hace a la hora en que todos duermen y se despierta el vecindario completo. Curioso desde chico, nos pide a sus amigos argentinos, con un sencillo gesto, que lo alcemos bien alto para poder ver qué hay en las casas vecinas. Él tiene años para aprender el español, pero tampoco pierde el tiempo: cuando me presenté, tan difícil le pareció pronunciar mi nombre que lo simplificó con un sorprendente “Kiki”. Lo interesante de la anécdota es que “Kiki” es el mismo sobrenombre que yo mismo me puse a la edad de él, por no saber decir mi nombre. Cuestiones de conexión, que no me gasto en buscarle motivos, pero que tienen muy buena energía. La realidad, es que estos dos pichones le han dado un condimento nuevo a nuestro viaje. Si alguna vez sentí que este prolongado alejamiento de mis raíces, mis costumbre, mi gente iba a servirme de examen de extrañamiento, paradoja de la vida, ahora sospecho que el verdadero examen lo voy a rendir cuando regrese.

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